
Por: Gladys Alvarado 5/12/2019
Foto: Rosita Fornés junto al barítono Rafael Aquino, Teatro Lírico Nacional de Cuba 1963. Cortesía de Humberto Lara.
Desde que el traje apareció en la vida del hombre, no solamente cumplió funciones protectoras del clima, sino que le permitió mimetizarse en la caza, la religión e infinidad de momentos de su azarosa existencia. Poco a poco, el hombre se vistió de acuerdo a su posición en la sociedad y por tanto el ropaje contribuyó a su diferenciación como grupo o clase social. El arte sintetiza ese carácter, lo concentra y convierte en código, escruta con agudeza en los vínculos psicológicos implícitos en el modo de vestir y los recrea a través de la plástica, la danza, el teatro y otras expresiones visuales. La vestimenta adquiere entonces un sentido dramático, no solamente indica quién es ese personaje, su clase social, su nivel cultural, sino que nos ofrece información en torno a las características psicológicas del individuo, sus emociones y sus más profundos secretos. Como afirmara la maestra del diseño, María Elena Molinet, el traje es, sin lugar a dudas, la segunda piel del hombre. A través de él, de la inagotable composición de colores, texturas, líneas y accesorios ornamentales que contiene, se puede contar la historia de la humanidad.
En las artes escénicas el traje crea y recrea artísticamente a partir de la inagotable imaginación de los diseñadores, pero es en el intérprete donde se realiza a cabalidad esa fantasía creadora que cubre a hombres y mujeres que se debaten en los conflictos propuestos por la puesta en escena.
Las múltiples vivencias de un intérprete a lo largo de su carrera escénica, el trabajo en colectivo, la investigación, los consejos de los maestros y la agudeza en observar a los que brillan en sus caracterizaciones, son un material inapreciable para las nuevas generaciones que asumen el reto de subir a las tablas con el objetivo de hacer vibrar a los espectadores.
El vestuario y sus accesorios, el maquillaje y la peluquería son parte inseparable del actor que, inmerso en una situación dramática, en total comunicación con otros y como parte de esa relación figura-fondo que establece con la escenografía, recrea la imagen artística concebida por el director. Este lenguaje en ocasiones no fluye con la armonía y virtuosismo requeridos e irremediablemente lastra el resultado final de un suceso artístico.
Para asumir con coherencia un determinado vestuario, el actor tiene que ser un hombre culto y estudioso de la historia, porque solamente a partir de esas premisas teóricas podrá asumir un modo de vestir que puede serle ajeno y distante en el tiempo. Contextualizar a su personaje es el primer paso para penetrar en su piel, porque cada época impone no solamente un modo diferente de vestir, sino que genera una forma distinta de adaptarse a las exigencias de la moda y de moverse dentro de esa segunda piel.
Los planes de estudio de la enseñanza de la danza, el ballet y el canto lírico contienen objetivos curriculares diversos que tributan a las aristas para la construcción del personaje, pero aquel guardarropas al que hacía referencia Konstantin Stanislasvki en su libro la construcción del personaje y en el cual el alumno elegía las piezas para complementar el estudio indicado, es prácticamente inexistente en nuestros centros docentes.
¿Cómo un joven de hoy podrá aprender a manipular una capa, un bastón o un miriñaque con la organicidad y la elegancia que el uso de estos elementos, propios de una época y clase social específica requieren? ¿Cómo salvar estos obstáculos y dónde encontrar los paradigmas?
Recuerdo con admiración, en mis años de directora de la escuela nacional de teatro, observar las clases de la profesora Miriam Izada Saiz y la sensibilidad con que enseñaba a sus discípulos a tomar una falda para subir las escaleras, a utilizar un pañuelo o a desprenderse de unos guantes en medio de una situación dramática; acciones que se ejecutan de modo muy diferente de acuerdo a la clase social, la cultura o sencillamente la experiencia de vida y carácter del ejecutante.
Percibo que actualmente el egresado culmina su período formativo y se incorpora a la creación profesional con lagunas, en un medio heterogéneo, donde algunos de los integrantes del colectivo ni siquiera poseen una formación académica y que se han perdido referentes de los códigos del por qué y el cómo se mueve un artista en la escena; entonces considero que se impone diseñar estrategias dentro de las propias compañías, a partir de acciones que nivelen y sensibilicen al elenco para enfrentar los retos del tránsito virtuoso por la escena.
Mucho más complicado se torna esta problemática en la producción para la televisión, medio que dispone de un menor tiempo para la creación y por ende, necesitado de la preparación integral de sus artistas. ¿Dónde está el especialista que trabajará esos elementos con los actores? Siento que hay un terreno inexplorado en esta dirección. A propósito del tema observaba a Verónica Lynn, Aurora Pita y Susana Pérez en la ya tantas veces repuesta telenovela Sol de Batey, pero que constituye referencia obligada para el uso dramático del traje y sus accesorios, tanto en hombres como en mujeres. La seguridad que aporta lo cotidiano está presente allí, al subir y bajar un carruaje, beber una copa de vino o sencillamente desprenderse de una mantilla después de la misa; estas actrices incorporan orgánicamente a su cadena de acciones el uso del vestuario y los accesorios propios de la época y el estamento social que representan.
Quién recordaría como única la actuación de Rosita Fornés en la opereta La Viuda Alegre, si no fuera porque a su desempeño vocal y actoral se sumaban el exquisito modo de manipular su abanico de plumas o la distinción con la que descendía las escaleras con su largo y complicado atuendo. O a Ángel Menéndez en La Traviata, despojándose de sus guantes con toda la elegancia y la carga dramática de un noble enfurecido. Pero ese depurado desempeño histriónico estaba inmerso en un todo estilístico, donde el coro, el cuerpo de bailes y los recursos del diseño se acoplaban armónicamente a la concepción general de la puesta y al lenguaje propio del espectáculo musical., porque la frase manida de que no hay personajes pequeños, encierra la verdad irrefutable de que una sola imprecisión puede arruinar la mejor de la piezas.
Una mulata de rumbo no manipula igual un abanico o un chal que una señorita de la sociedad, tras esa acción palpitan vivencias, tabúes, caracteres y formación social muy diferentes. El proceso de construcción del personaje no puede soslayar esa gama de subjetividades y objetividades que habitan en la representación.
El embrujo de las noches del cabaret Tropicana es deudor de la profesionalidad de su cuerpo de modelos, capaz de incorporar orgánicamente todo el derroche de fantasía del diseño propio del espectáculo nocturno. Hermosas, mujeres que dominan los códigos del espectáculo escénico musical y hacen gala de ello sobre la pista.
Alicia Alonso será eterna, no sólo por su esmerado dominio de los recursos técnicos del ballet, sino también por la meticulosidad con que construyó sus personajes, desde dentro, desde lo emotivo e inteligente, sin olvidar jamás mover su cuerpo con la técnica más depurada, pero enriquecida con los matices interpretativos tan caros a su grandeza. La campesina Giselle se mueve libre de prejuicios, toma su falda con alegría e ingenuidad, al ritmo de las jóvenes que desconocen los tabúes de la corte. No podemos imaginar una Carmen sin ese retador vestuario que ella traduce en sexo, sangre y tragedia. Hacia esos derroteros se encaminó, como una de sus líneas distintivas, la Escuela Cubana de Ballet, fundada por Fernando, Alberto y plasmada en la práctica virtuosa de Alicia; todos ellos en teoría, coreografía e interpretación concedieron especial importancia a la interpretación dramática de los bailarines.
Aquí está el secreto del diálogo, porque sólo en la escena y sobre el cuerpo vibrante del artista es que se consuma la magia del diseño, se impone entonces luchar por ello en cada salida a escena.
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